domingo, 30 de noviembre de 2008

A night in Alfredo's

Platos de plástico color 'salsadeBigMac', al más puro estilo burger neoyorquino, bajo las hamburguesas de Alfredo´s / Martínez

Madrid comienza con decisión sus fines de semana la noche de los jueves -algunos adelantan la cosa incluso a los miércoles, por aquello de partir la rutina por la mitad-, y el jueves pasado nosotros -Massi y yo, gratamente acompañados de don Carlos 'aka' Maca, Rocío y la doctora Arancha, a la que despedíamos después de una breve estancia en la capital- lo hicimos en ese templo de la hamburguesa que es Alfredo´s Barbacoa.

Es ya larga la historia de este doble restaurante, que abrió su primer local en el extremo sur de la calle Lagasca -puritito ensanche wealthy- y que poco después estableció sucursal en dominios del Madrid bien del desarrollismo, en Juan Hurtado de Mendoza, 11. Ambas ubicaciones demuestran que el simpático yanqui que fundó y dio nombre a la marca, y al que de vez en cuando se puede ver animando al personal dando palmas entre las mesas de uno y otro lugar, no tiene un pelo de tonto.

Como consecuencia de ello, el pijismo en sus más diversas modalidades es la nota predominante entre la solvente clientela de Alfredo´s. Pero no hay que dejarse amilanar: sus hamburguesas, que como el resto de las entradas de la carta mantienen unos precios absolutamente razonables, merecen la lucha con los cuidados flequillos de los asiduos y la larga espera acodados en la pequeña barra. El otro día fue una hora.

Será que llegas a la mesa medio borracho; será por la grasa, que siempre pone de buen humor; será que saltarse el régimen-glaciar (eterno...) al que estamos sometidos es un sutil placer; o será que los pijos tienen su gracia (pero ellos no lo saben: sssh, secreto...); pero cenar en Alfredo's es siempre divertido.

En realidad, cuando te hablan por primera vez de Alfredo's, te imaginas un sitio en la A4, o como mucho en la A5, no cerca del Retiro o de la Castellana. Te imaginas un edificio de una sola planta, al lado de una gasolinera; vamos el sitio donde Mamba Negra hubiera festejado su matrimonio, de haberlo podido celebrar, claro (o como aquel infecto Buffalo Grill donde acabamos aquel día loco de los Ikeas... Eso habrá que explicarlo algún día también, ¿no?).

Y no, allí está Alfredo's, en medio de Madrid. No hay camiones, ni motos, sino minis y BMWs... bueno, y algunos FIAT (la patria agradece). Daisy (sí, sí, la prima de Bo and Luke) no sirve las mesas, lo hacen unos chicos, muy profesionales, cierto, pero no hay comparación posible con la bella de Hazzard. No hay música country, no hay billar ni grandes espacios. Más bien diría que las mesas están puestas en el más puro estilo 'ganolomásquepuedo', a veces llamado 'cada pollo en su jaula'. Todo esto es un poco decepcionante... hay que decirlo, la primera vez en el Alfredo's todo el mundo piensa: "y este sitio es famoso?".

Sin embargo, cuando ya por fin tienes mesa, ya llevas rato riendote con tus colegas, tienes hambre y hueles la carnazza, cuando das el primer mordisco a la hamburguesa...uuuuh, aquello sabe a gloria. Es entonces cuando piensas: "Joe', la mejor hamburguesa del mundo".

La cena y la sobremesa avanzan solas, entre risas y sin prisa (por favor, que los pijos esperan una mesa...)

Recomendamos cualquiera de las modalidades de hamburguesa yanqui que se sirven en Alfredo's. De postre, tanto el viejo pudin de Luisiana como la tarta de queso al Amaretto o las diversas modalidades de colesterol chocolatero de densidad variable satisfarán vuestras necesidades.

Una película: Pulp Fiction, Quentin Tarantino.

(Escrito a cuatro manos por Massi y Martínez)

jueves, 27 de noviembre de 2008

Patatas (I)

Homenaje a Varda: una auténtica patata en forma de corazón.

Hoy las comí revolconas en el Lobato, uno de los escasos comedores que, como ya tuve ocasión de denunciar, hay en el nuevo entorno de la nueva Unidad Editorial. Y eso me ha hecho pensar en la patata, la carajuda y corajuda pomme de terre glosada por Agnès Varda en su muy bonita película 'Los espigadores y la espigadora'.

No voy a hablar de las hambrunas irlandesas semiresueltas gracias al bendito tubérculo... Pero invito a que los que lean esto compartan con nosotros los momentos de felicidad que la patata, superadas en estas latitudes aquellas seculares crisis de subsistencia, les han ofrecido en un plato, bien como humildes protagonistas (revolconas, revolcadas, a la importancia; por supuesto fritas), bien como discretas acompañantes (de todo guiso, de todo asado).

Empezaré yo con esa modalidad universal de preparación ya citada: frita. Las mejores creí haberlas probado en P. J. Clarke's durante esa inolvidable Easter de 2005 pasada con mi tío en NY. Pero superado el deslumbramiento papanatas del madrilenian man in New York estuve un día en La Gamella, de nuevo con mi tío, y decidí que las patatas que acompañan su sin par Hamburguesa Americana (muy cerquita de Horcher, donde dicen que sirven la segunda hamburguesa más cara del continente) son las más ricas que hasta la fecha he probado.

Adelante, hablemos de patatas.




(En el minuto seis comienza el 'espigado' de la patata. En el 9.50, la viuda de Jacques Demy descubre las patatas en forma de corazón).

(Foto vía barvaron)

lunes, 24 de noviembre de 2008

Slow life I

Me obligan a escribir acerca de la Slow life. Es mi tema estrella, sin duda, pero hay que ir despacio incluso cuando se profetiza una vida mejor (en la tierra); y no se puede teorizar la ‘vida lenta’ sin antes hablar de la ‘comida lenta’.

Slow food no es sólo una reacción al Fast food, cuya bondad ya ha sido cantada por Rachel (ahimé…). La 'comida lenta' no es una moda, no es una manía para hipocondríacos, ni una nueva tendencia para progres aburridos o una nueva extravagancia para hippies. Al contrario, el Slow food, a pesar de su nombre, es uno de los pilares de nuestra tradición, de nuestra cultura.

La lucha 'Slow food Vs. Fast food' no se centra en la comida, sino en el tiempo. Antes de criticar la comida que te sirven en un Fast food, posiblemente no muy sana y muchas veces no ‘tradicional’, hay que criticar (y combatir) la filosofía en la que se basa la comida rápida. ¿Qué propone un restaurante de comida rápida? Comer rápidamente…Como si comer fuera una obligación más, como si la comida fuera una perdida de tiempo y una pesada tarea de cada día.

El perrito caliente, la hamburguesa o el más exótico Kebap no son el mal absoluto. No hay ninguna razón para renunciar a ellos y es posible que no sean peores de otros platos. Pero tampoco hay ninguna razón para comerlos en cinco minutos. Allí está el quid de la cuestión, en el tiempo antes que en la comida. Recuperar el rito de la comida y, cuando posible, el rito del ‘buen comer’, significa reapropiarnos de nuestro tiempo, de nuestra vida. El lujo de tomarse al menos una hora para comer no debería ser un lujo, sino el mínimo sindical para tener una calidad de vida aceptable.

Vamos atrás en el tiempo. Hasta hace 20 años, las comidas juntaban a toda la familia, eran el momento del día que se compartía con las personas queridas. Cuando había algo que celebrar, se organizaba una buena comida e incluso los acuerdos políticos y los negocios se cerraban alrededor de una mesa. El slow food no inventa nada.

En una ‘comida lenta’, la atmósfera se relaja, se habla tranquilamente, las tensiones se suavizan…en sumo, se come mejor. Intentemos volver a comer despacio y a disfrutar del tiempo de la comida, pues, y comeremos mejor. Lo demás, es decir, la búsqueda de alimentos más sanos y más ricos, el control sobre otros momentos de nuestra vida y el redescubrimiento de nuestras raíces, son la directa consecuencia del slow food. Empecemos por la comida, lo demás vendrá.

Así que la próxima vez que de nuestra boca salga la triste frase “aprovecharé la hora de comer para…”, pensemos que en realidad estamos diciendo “derrocharé la hora de comer para…”.


Un álbum: All'Una e Trentacinque Circa, V. Capossela.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Happy Meal



Ahora entiendo el significado de Happy Meal. Pensaba que era un eslogan perverso. Pero ir al burger en determinadas circunstancias proporciona felicidad.

Mi primera hamburguesa de pollo en Delhi ha sido un acontecimiento. Estaba entusiasmada. Era la primera vez que iba a una zona comercial a pie. Y dar un mordisco a un panecillo blando con carne a la plancha, sin salsas raras, sólo con queso fundido y un par de rodajas de tomate es un placer.

Una hamburguesa no es sólo fast food, es un flotador dispuesto al rescate cuando todo es diferente y agotador. Tengo que pedir perdón. Os regañé por comer hamburguesas en Roma mientras esperábais el bus a Vasto. Ahora os entiendo.

Hasta Popeye tenía un amigo que devoraba hamburguesas con la misma ansiedad que él espinacas. Este hecho obliga a recapacitar. No pueden ser tan malas... Lo curioso es que mi Wimpy no es nacional. Es una empresa que nació en un pub londinense y se hizo fuerte en Sudáfrica.

jueves, 13 de noviembre de 2008

Fast Food doméstico

El bocata de marras. Habrá que ponerle un nombre, ¿no? / Martínez


Muchas veces me sucede que llegando tarde a casa by night, después de prometerme de camino en la moto que me marcharía a la cama con un plátano y un yogur, el hambre me acaba pudiendo. Algo hay que hacerse. Sobre estas líneas, la solución de hace unos días: improvisado bocata de pechuga de pollo a la plancha, humilde quesito de barra, mostaza verde a las finas hierbas Maille y unas pipas de calabaza recién tostaditas/salteadas por encima. Acompañando, un tomatito con sal y un poco de aceite. Estoy seguro de que Massi, apóstol del slow food, no clamará contra esta modalidad de comida rápida...

domingo, 9 de noviembre de 2008

Quiero un filete



Tras cruzar un sinfín de calles sin asfalto, con un taxista que solo habla hindi, cuyo nombre trato de memorizar, no sé para qué, llego a Lodi, un restaurante en medio de un jardín. Un oasis. Llegas con los ojos hinchados de la polución y entras en otro mundo. Atrás queda el estrés de fijarte en la ciudad para memorizar el camino y no ver más que una cortina de polvo.

La niebla sucia desaparece y accedes por un caminito de piedra a una especie de microcosmos de flores, charcas, palmeras, nenúfares, farolillos y velas. Una camarera te intercepta y te conduce al restaurante. Una pena. Hoy las mesas al aire libre están ocupadas por una fiesta privada.

Completamente feliz de haber salido por primera vez de casa solita, como una niña mayor, con mis primeras rupias quemándome en el bolsillo, el Lodi promete. Voy a conocer a una chica española que trabaja en la embajada. Y a su madre, su tía, y otras cuatro compañeras. Como el ambiente es internacional se me hace la boca agua pensando que a lo mejor puedo comer un buen filete, ¿quizás de ternera?.

Quiero carne tras tres días de arroz basmati y comida vegetariana. Encuentro nuestra mesa de carambola. Mientras me preguntan todo sobre mi vida y me doy cuenta de que soy una periodista de mierda a la que sacan toda la información sin que me de tiempo a devolver la batería de preguntas, mi apetito por un buen bistec aumenta.

Ojalá llegue el día en que me convierta en una Nadal de la conversación. En ser la primera en golpear. En hacer preguntas. Hasta que llegue ese momento me concentro en el menú. La comida ahuyenta esas paranoias de mi cabeza. En Lodi cocinan fusión. Tienen paella que sabe a risotto, paté francés que parece un postre, y pollo tandori hindú semejante al pollo guisado con tomate de toda la vida.

Pido baby lamb imaginando que será la carne más suave. Me imagino una patita dorada al horno, pero a la mesa llega un estofado. No quería salsas. Quería comer carne con un puntito de sal y olvídate de especias. Dentro flotan cebolletas tan duras como piedras.

Al llegar a ese segundo, después de haber comido compulsivamente media cesta de pan con mousse de paté me doy cuenta de que la elección del chesee Steak hubiera sido más acertada. Pensé que un filete cubierto de queso gratinado me llenaría mucho. No, mejor carne sin adornos. Y acabo con una sopa de cordero. Sin embargo a esa altura me daba todo igual.

Notaba calor. Un poco de fiebre después de masticar tanta polución. Así que regresé a casa después de conocer al embajador de España, Ion de la Riba vino a a saludar a sus empleadas. Es muy majo y accesible y viste como un indio.

Tikaram estaba esperando para llevarme de vuelta a casa. Tres horas de taxi me costó 15 euros. Debí pagar 11, pero se hizo el loco, que si no tiene cambio... La próxima vez pido pasta italiana. Seguro que no pueden hacerla mal (ahora sé porqué triunfa la cocina transalpina) y pido el cambio. La India es un buen sitio para aprender a que no te tomen el pelo y no dejar pasar la oportunidad de comer un buen filete. La próxima atacaré como una fiera.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Lo de comer fuera

De la relación entre Bayer y Sodexho. / Martínez
Soy de los que recibe de su empresa ese pago en especie no reconocido como tal que son los cheques comida. Salvo que se decida blanquearlos de un modo u otro, los dichosos cheques te proporcionan una suma anual para consumo irrenunciable en bares, restaurantes, tabernas y chigres diversos de en torno a los 2.300 euros.

Casi nada. ¿Qué hacer, que diría Lenin, con ellos? Todo el mundo sabe las secuelas que comer fuera deja en profesionales de diversa condición, desde albañiles a financieros; entre éstos últimos el Alka-Seltzer es remedio habitual para la digestión de comidas y tratos pesados. En mi entorno muchos optan por traerse la comida de casa. Los compañeros que de lunes a viernes se alimentan vía tupper suelen acumular importantes excedentes Sodexho, que invierten los fines de semana en cenas romáticas o banquetes pantagruélicos con los colegas. Yo hasta hace poco los utilizaba diariamente; en alguna ocasión mi chequera ha llegado temblando a final de mes. Y es que en mi curro, que es muy particular, unos cuantos gustamos de comer bien y en buena compañía.

Pero últimamente me encuentro con que yo mismo vengo acumulando ese excedente que en otros interpretaba como rasgo de mezquindad. Varias son las razones que lo explican. Para empezar, la intensidad del trabajo. Nos apremian los plazos en la pequeña gran redacción en la que laboro, los homenajes se han reducido de manera drástica y tratamos de abreviar la parada para comer. Eso por otra parte permite a algunos desarrollar sus dotes culinarias. El otro día Ana nos hizo una quiche estupenda, y ya fue la segunda. Dimos cuenta de ella sentados a la mesa del despacho de nuestro señor jefe.

Otro factor importante es el barrio donde nos encontramos. Desde que nos trasladamos de la bendita Prospe al confín de Arturo Soria, sección Hortaleza, la oferta de restaurantes ha mermado considerablemente. Pronunciar eso de 'bueno, ¿dónde vamos a comer?' en torno a las dos y media ha perdido buena parte de su sentido. Poco a poco hemos ido descubriendo sitios que merecen la pena y que saldrán pronto a relucir en este blog. Algunos emprendedores están abriendo locales de comida medio sofisticados al calor de nuestra presencia en el barrio. Pero la norma sigue siendo bastante desalentadora. No olvidaré ese 2 de enero de 2008, primer día en la nueva sede, en que una hamburguesa infecta detonó el cóctel explosivo que había comenzado a fraguarse en mi estómago en Nochevieja con unas ostras Napoleón... El otro día soñé que en los baretos del entorno (hay uno llamado 'Don Baretto') utilizaban aceite de colza desnaturalizado... Comprensible pues que el Alka-Seltzer haya vuelto a mi mochila, y que comer fuera de lunes a viernes haya quedado asociado a comer de mala manera y a una mala digestión.

De ahí a la última circunstancia, clave para explicar ese excedente de sodexhos en mi cartera: mi-mo-to. Esa bendita máquina que estrené en febrero me lleva de la puerta del curro a la de casa en apenas un cuarto de hora, así que comer en el hogar se ha hecho de lo más habitual.

Ahora soy uno de esos que tira de cheques comida los fines de semana. Ayer dejé unos cuantos sobre la mesa del China Té, un sitio muy gracioso al que antes iba mucho a comer con mis compañeros de trabajo. Quedaba al lado.

(Foto vía Flickr: barvaron)

domingo, 2 de noviembre de 2008

De arroz (I)

El porrón de mistela cortesía de la casa; de la Casa de Valencia. / Martínez
Y digo (I) porque tengo intención de que el arroz protagonice numerosas entradas de este blog cargado de futuro, en atención a los numerosos grandes ratos que nos ha hecho pasar sentados a una mesa. El último de ellos ha sido hoy mismo, en la Casa de Valencia de Madrid (Paseo del Pintor Rosales, 58).

La Casa de Valencia conforma junto con Saint James y L'Albufera la triada clásica de sitios donde comer buen arroz en Madrid. Grandes sitios, todos ellos referenciados en la Zagat no escrita del pijismo capitalino. Hay que decir en todo caso que, quizá por su condición de 'centro regional', la Casa de Valencia es el más asequible de los tres.

Y para bien. Puedo decir que mi experiencia de hoy en Rosales supera con creces al menos las tres últimas visitas a St. James. Los cinco que estábamos a la mesa (mamá Pilar, el patriarca Gutiérrez, mi hermana, mi señor cuñado Guillermo y un servidor; descuento a la pequeña Lea porque a sus seis meses todavía no está en condiciones, por más que quiera, de comer lo que sus mayores) dimos cuenta para empezar de un gambón rojo como no recuerdo haber comido hace mucho tiempo: pleno de sabor y perfecto de cocción (la última vez en St. James nos los sirvieron crudos, aunque hay que decir que eran tan buenos que casi no nos importó). Andaban también por ahí unas pequeñas sepias tiernas y sabrosas como ellas solas y unos mejillones 'king size' al vapor.

Y ensalada de por medio llegó lo que tenía que llegar. Al sentarnos a la mesa había tenido lugar la bendita controversia acerca del arroz que pediríamos. Mi tío amenazó con sedición cuando oyó a mi hermana pronunciar la palabra 'caldoso'; mi madre, poco partidaria de mestizajes, aun tan ortodoxos como el de la paella valenciana, solicitó sin demasiada convicción que la cosa fuera de pescado. Al final optamos por el clasicismo de la paella valenciana, enriquecida en este caso con el complemento estacional de los níscalos. Y creo que no nos equivocamos. Qué ricas setas, qué tierno garrofó, y sobre todo que gran arroz. Un muy buen caldo detrás y un punto perfecto: durito, como anoche convenimos que nos gustaba Jorge Torregrossa y yo mientras cenábamos en un sitio bien recomendable, Laventura (del que hablaremos un día de estos), después de volver a ver esa asombrosa obra que es Yo soy mi propia mujer, y sobre todo a ese portentoso actor que es Julio Chávez.

Una estupenda comida de domingo. El colofón vino acompañando a los discretos postres: plato al centro con ciruelas, orejones, calabaza escarchada... y porrón de mistela que ilustra este post. Guiño tabernario que diferencia a un sitio como la Casa de Valencia de algunos de los envarados comedores con que comparte el prestigio del hacer buen arroz en Madrid. Ayer Jorge me hablaba de Casa Benigna, que no conozco, pero que por ejemplo forma parte de este 'top ten' del Arroz a banda elaborado por Metrópoli.

Por supuesto, continuará.

'Galeotta' fue la galleta.

Bueno, sí, todo empezó con unas galletas de canela. Aún me quedo sorprendido pensándolo: a mi la canela nunca me ha gustado. Quizás habría que molestar el destinto y dejar a las galletas el papel de dulce medio…pensar que todo ha ido como tenía que ir y que las galletas fueron el último recurso de la fortuna, ya que llegaron donde no pudieron llegar los sándwiches, los vinos y las fiestas de disfraz, acercando Rachel a “los chicos de la última fila”.

Martínez y yo nos conocimos en un semáforo, justo en frente del Metro ‘Alfonso XIII’, cargados de revistas y libros. Mi español cojeaba más que ahora y Martínez aún se movía en Metro…siglos. Por aquel entonces Rachel era sólo la “empollona de la primera fila”.

Vivo desde años con una especie de enfermedad que me obliga a comer algo (lo que sea…) cada dos horas, al máximo. Si no lo hago, mi cerebro me castiga con la depresión. Ya, debería verme alguien, pero no es este el tema. El punto es que sin mi necesidad de comida nunca habría empezado a robar galletas a la “empollona de la primera fila”. Sí, eran de canela, pero mi cuerpo necesitaba comer…Así fue como las galletas nos unieron y empezó una larga lista de comidas, cenas, meriendas y sobremesas.

Las anécdotas de nuestra amistad irán saliendo y estoy convencido que siempre tendrán algo que ver con un plato, un vino o una sobremesa.