lunes, 28 de septiembre de 2009

Lisboa


"Piensan muchos españoles que Portugal es un país de pobres y se equivocan redondamente. Portugal es un país de ricos pobres, lo que es muy distinto". Quizá en este aserto defendido por el filósofo Gabriel Magalhães en el 'Culturas' de 'La Vanguardia' de la semana pasada se encuentre una de las claves para entender las particularidades de esa pequeña nación que muchos por aquí conciben como mero apéndice, pero que como su historia evidencia tiene una considerable potencia y una enorme capacidad de irradiación.

Quizá en esa condición de ricos pobres se encuentre la explicación a la dignidad que a mi juicio es el rasgo predominante de lo portugués. Versión si se quiere de la pulgosa hidalguía hispana, pero en aseado, luminoso y elegante (a lo mejor por su proyección oceánica), y que lejos de tener su eje en la ceñuda reivindicación de una supuesta pureza de sangre lo encuentra en la búsqueda espontánea de lo bello, capaz de generar precipitados abigarrados y hermosos como Lisboa.

He andado este fin de semana por la ciudad blanca y he corroborado la impresión que había sacado de visitas anteriores. Es un país de una civilidad envidiable. Se aprecia en la gente, se aprecia en sus edificios, y se aprecia en la comida, y en cómo y dónde la sirven.

La dignidad de la cocina portuguesa. Nos llenamos la boca hablando maravillas, y con razón, de cómo se come en España. Pero cuando uno entra en cualquier pequeño restaurante o snack bar lisboeta y se sienta a comer estupendamente por cuatro duros se pregunta inevitablemente si una gastronomía a la que le falla el pilar de la restauración humilde puede presumir de algo. La caspa del Menú del Día sencillamente abochorna cuando la confrontamos con el honesto y civilizado formato de los almuerzos portugueses. La omnipresente sopa -de verduras, de legumbre, de pescado- por apenas 2 euros en el sitio más caro -¡hasta por 0'90 la hemos visto en algún lado!-. De segundo, en cualquier lado podremos elegir entre varios platos de carne y de pescado, y todos primorosamente acompañados de ensalada, arroz, patatas... Lo que sea. Comidas equilibradas y que casi siempre caen bien en el estómago. Y una cosa decisiva: por humilde que sea el lugar, siempre le servirán a usted un vino digno, y que por lo tanto no precisará de gaseosa ni de una temperatura polar para poder ser ingerido.

Pido perdón por este manifiesto de lusofilia un poco papanatas, pero tenía que soltarlo antes de que se me pasara el entusiasmo. He recordado el muy bonito restaurante de barrio donde comí el viernes y me he puesto reivindicativo. Olvidé su nombre, pero si estáis alguna vez por Saldanha a la hora de comer, buscadlo: está en la calle Filipe Folque, haciendo esquina con São Sebastião da Pedreira (aquí).

Os puedo hablar bien de un par de sitios a los que fui a cenar: el Pão de Canela, en la preciosa Praça das Flores, un rincón de Bairro Alto que por no estar en su zona más trillada se conserva al margen de la horda turística. Por allí está también el Kinjolas (Rua O Século, 127), un buen japonés ajustadito de precio. Una vez superado el golpe de calor que nos sobrevino al entrar (30 grados en ese diminuto local, o al menos eso confesaban las pantallitas de dos apagadísimos aparatos de aire acondicionado que allí había), pudimos comprobar que el sashimi estaba bastante rico.

El sábado nos quedamos con las ganas de entrar a cenar en un sitio muy bonito y que prometía, el Chafariz do Vinho. Lástima que estuviera lleno. Pero en la misma calle hicimos el que quizá fue el descubrimiento del viaje. Casi nos pasa inadvertida la existencia de Os Goliardos (Rua Mãe d'Água, 9), un bar de vinos que es en realidad mucho más, como podéis ver en su web. El botellerío y las fotos en las paredes de los más de 500 productores vinícolas de toda Europa que los dueños del negocio vienen frecuentando desde que lo abrieron hace cuatro años demuestran el pedigrí enológico del lugar. Pero es que además tienen este precioso patio al fondo,



que encontramos así de vacío un sábado por la noche, y así debe de estar casi siempre. Ocupado como está el gentío en trepar a Bairro Alto y empaparse de tipismo y multitud no se fija en joyitas de aledaño como esta. Con el entusiasmo no reparamos en la etiqueta del tremendo blanco del Alentejo que nos bebimos.

Me quedé con las ganas de parar en muchísimos sitios, como la Casa do Alentejo; pero es que tres días no dan para nada. Al menos sabemos que a Lisboa siempre se vuelve.

5 comentarios:

Massi dijo...

...siempre se vuelve. O esto espero!! Tengo unas ganas...

Anónimo dijo...

Me ha parecido muy acertada la descripción de Borja sobre los portugueses...

Massi dijo...

Bah...yo fui hace años...7, creo. Y era pobre. Mi comida en Lisboa se compraba en los supermercados y se comía en los bancos. Creo que comí sólo una vez de menú, pero recuerdo que nos pareció rico y barato...

Eso sí, me harté de café: bueno y barato (60 céntimos, cuando en España ya estaba a 90 y en Italia a un euro...).

PD: no, cuando era pobre no era más feliz!

Martínez dijo...

El café solo, la llamada Bica, sigue entre 60 y 70 céntimos. Asombroso, amigos.

Crisac dijo...

Oh Lisboa, yo estuve en la Expo'98 y atacábamos Portugal por el norte y por el sur durante los veraneos de La Antilla y Galicia. El resto del país es para hacerse otro post. "Pastelariaaaaaa!", gritaba mi tío.