domingo, 28 de diciembre de 2008

Al asar será el ¡'gosarrrrr'!


No fueron los percebes de a doscientos y tantos el kilo, ni el champán de viejas cepas; ni siquiera los elaborados postres de Oli y Guille, cocinillas consumados. El plato estrella de nuestra cena de Nochebuena fue un año más el sencillo y sublime cabrito asado.

De acuerdo, es una suerte de infanticidio lo que se comete con esos animalitos; pero para algo somos los príncipes de la creación... Un horno convencional, una pieza buena y jovencita, aderezo mínimo -a mi cuñado-de-hecho ya le pareció aventurado el frotis de ajo que mi madre le propina a toda carne antes de ponerla a asar; él es de la escuela clásica del agua y la sal, nada más- y un poco de ciencia son suficientes para que se produzca el milagroso resultado. Nada hay más rico. El día de Navidad nos hicimos a la plancha unas chuletitas del mismo cabrito, y estaban deliciosas; y también repetimos asado con una piernita que no cupo en el horno la noche anterior.

El horno... Bendito trasto que tiene la capacidad de hacernos cocinar bien a casi todos y al que no siempre prestamos la suficiente atención. La tarde del 25 vimos precisamente en Canal Cocina una entrega del programa del gran Jamie Oliver dedicada a asados navideños. Hombre, el amigo tiene instalado un estupendo horno de leña en su casa de ensueño de la campiña inglesa, pero en lo que a hornos se refiere es más importante el cariño y la atención, cierta ciencia accesible a cualquiera, que la infraestructura. El horno es una cosa muy democrática. El caso es que disfrutamos mucho con las ocurrencias culinarias de Oliver, que aparenta ser un tipo majísimo, aplicadas a unas aves estupendas. Lo de meter salvia y foie entre la piel y la carne del ganso antes de meterlo al horno nos pareció a todos muy bien. De hecho mi madre le ha remedado parcialmente con romero en este pollo que ha hecho hoy:



Gran recuperación la del pollo asado de mi madre. Esa pechuga lívida, picadita y bañada en salsa es una gratísima remembranza de mi infancia. Cuando después de muchos meses de tener el horno averiado le pedí a mi madre que estrenara el nuevo con un pollo, al placer irreal y discutible de la nostalgia se unió el tangible del comer. En plazo relativamente breve mamá ha asado unos cuantos y siempre ha sido una razón para estar contentos.

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